Cenicienta está harta. Ya no espera un milagro, ni clemencia, ni un príncipe que la rescate. Tira a un lado el trapo, se suelta el pelo y se dirige a su habitación. Casi de forma inhumana, no mira hacia ningún lado más, solo hacia delante. Cambia su ajado vestido por el que tenía en el baúl, el que en el cuento la madrastra y sus hijas destrozan. Si ya no cree en cuentos ¿por qué la realidad tiene que ser como ellos? Sale de su habitación sin nada más, con paso firme y expresión indiferente. La madrastra le sale al paso. ''¿¡ A dónde te crees que vas!?'' Cenicienta la mira, indiferente, y da media vuelta. Pero no para quedarse, sino para salir por la puerta de atrás. Las hermanastras gritan, la insultan, le tiran cosas. Un vaso lanzado por ellas le da en el brazo, haciéndole un corte. Cenicienta observa la herida, con la mirada perdida. Entonces, con lentitud, se agacha y coge el trozo más grande que queda del vaso, que al caer se rompió en pedazos. Si previo aviso lo lanza hacia la cara de una de sus hermanastras. Consigue esquivarlo, pero siguen gritando histéricas. La madrastra balbucea, las otras también, pero Cenicienta ya no les hace caso. Sale de casa y cierra la puerta dando un portazo.
Cenicienta ya no es Cenicienta. Por ahora, se conforma con ser Sin Nombre. Ya buscará uno. No recuerda cómo la llamaba su padre.
Sin Nombre se aleja de aquella casa, de aquellas personas. Muchos pensaría que cómo a una chica joven se le ocurre irse de casa sin nada, ni dinero, ni más familia, amigos... pero se equivocan. Ella tiene algo mucho más valioso que todo eso. Ha conseguido su Libertad.