miércoles, 2 de julio de 2014

Nuevo relato [Prólogo]

El atardecer teñía las nubes que aun perduraban en el cielo, de un tenue tono rojizo. La noche anterior aquel lugar había parecido una puerta hacia el infierno: la fiera tormenta había hecho retumbar los truenos de manera que pareciese que se acercaba todo un batallón procedente del Inframundo. El fuerte viento y la inmisericorde lluvia habían roto infinidad de ramas de los árboles, e incluso algunos de los troncos más viejos habían sucumbido finalmente, después de décadas y décadas observando aquel lugar. El campanario de la vieja ermita sin nombre se había derrumbado casi completamente, tirando por tierra su herrumbrosa campana. Los del pueblo habían mirado sobrecogidos a través de las frágiles ventanas de sus casas todo el espectáculo, temerosos de la furia de la naturaleza. Y, al ver la olvidada ermita en aquel estado, sus corazones se encogieron aun más en un puño de angustia. Todo el pueblo parecía contener el aliento.

Pero nada sucedió.

Los años transcurrieron y el pueblo aumentó considerablemente su tamaño. De dedicarse solamente a actividades del sector primario y a la artesanía, habían pasado a montar pequeños negocios que exportaban hacia otras áreas y que poco a poco seguían creciendo. Gracias al exuberante entorno natural que les rodeaba, muchas empresas dedicadas al turismo habían fijado aquel punto como un maravilloso lugar del cual exprimir todos sus recursos hasta convertirlos en dinero. La población del lugar era ahora predominantemente joven, emprendedora. La población anciana había descendido considerablemente, y los que aun podían contar aquella horrible noche en la que la naturaleza parecía querer arrancar sus casas para llegar hasta las entrañas de la tierra, apenas eran una docena. Y todos decían lo mismo. Se alegraban de que el pueblo prosperase, de que sus hijos y nietos saliesen a delante y consiguiesen una vida más cómoda que la que habían tenido ellos.


Pero que, ante todo, respetasen el bosque y los edificios antiguos del pueblo, y aquello incluía a la desmoronada ermita que se encontraba en un extraño claro del bosque, como si los árboles hubiesen decidido dejarle su espacio, y de la cual nadie recordaba su nombre ni a qué santo se veneraba allí. Parecía románica por lo que en su tiempo hubieron sido unos gruesos y fuertes muros, sus pequeñas y escasas ventanas y el arco de medio punto que poseía su única puerta. La destruida torrecita del campanario se encontraba en la parte posterior de la pequeña ermita, hacia el lado derecho. La vieja campana reposaba al lado de las desgastadas piedras que habían caído al suelo años y años atrás, como si nadie se hubiese atrevido a moverla de donde el azar la decidió colocar. Lo único que llamaba la atención de aquel lugar eran la cruz  que sobresalía del techo y dos gárgolas colocadas delante de la puerta, justo a unos tres metros de ella. La extraña cruz de metal que sobresalía por el techo, justo en medio de la construcción, como si apuntase hacia el cielo. Se decía que aquella cruz llegaba hasta el mismo suelo de la ermita, pero nadie podía asegurarlo; ninguno de los habitantes de aquel lugar había querido entrar allí. Las gárgolas representaban a dos extraños animales, ambos iguales y con la misma expresión de temor en sus extraños rostros, pero con gestos diferentes. Una de las gárgolas se llevaba las dos manos hacia la cabeza, tapándose ambos oídos, mostrando aquella escalofriante mueca de horror. La otra, quizás la que resultaba algo más llamativa, tenía las manos, atadas por gruesas cuerdas talladas en la tosca piedra, tapándole la boca, mostrando tan solo sus pétreos ojos abiertos de par en par. Nadie había tratado de dar nunca un significado a aquellas dos extrañas esculturas que guardaban la entrada del extraño edificio.

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