El atardecer teñía las nubes que aun perduraban en el cielo, de un tenue tono rojizo. La noche anterior aquel lugar había parecido una
puerta hacia el infierno: la fiera tormenta había hecho retumbar los truenos de
manera que pareciese que se acercaba todo un batallón procedente del
Inframundo. El fuerte viento y la inmisericorde lluvia habían roto infinidad de
ramas de los árboles, e incluso algunos de los troncos más viejos habían
sucumbido finalmente, después de décadas y décadas observando aquel lugar. El
campanario de la vieja ermita sin nombre se había derrumbado casi
completamente, tirando por tierra su herrumbrosa campana. Los del pueblo habían
mirado sobrecogidos a través de las frágiles ventanas de sus casas todo el
espectáculo, temerosos de la furia de la naturaleza. Y, al ver la olvidada
ermita en aquel estado, sus corazones se encogieron aun más en un puño de
angustia. Todo el pueblo parecía contener el aliento.
Pero nada sucedió.
Los años transcurrieron y el pueblo aumentó
considerablemente su tamaño. De dedicarse solamente a actividades del sector
primario y a la artesanía, habían pasado a montar pequeños negocios que
exportaban hacia otras áreas y que poco a poco seguían creciendo. Gracias al
exuberante entorno natural que les rodeaba, muchas empresas dedicadas al
turismo habían fijado aquel punto como un maravilloso lugar del cual exprimir
todos sus recursos hasta convertirlos en dinero. La población del lugar era
ahora predominantemente joven, emprendedora. La población anciana había
descendido considerablemente, y los que aun podían contar aquella horrible
noche en la que la naturaleza parecía querer arrancar sus casas para llegar
hasta las entrañas de la tierra, apenas eran una docena. Y todos decían lo
mismo. Se alegraban de que el pueblo prosperase, de que sus hijos y nietos
saliesen a delante y consiguiesen una vida más cómoda que la que habían tenido
ellos.
Pero que, ante todo, respetasen el bosque y los edificios
antiguos del pueblo, y aquello incluía a la desmoronada ermita que se
encontraba en un extraño claro del bosque, como si los árboles hubiesen
decidido dejarle su espacio, y de la cual nadie recordaba su nombre ni a qué
santo se veneraba allí. Parecía románica por lo que en su tiempo hubieron sido
unos gruesos y fuertes muros, sus pequeñas y escasas ventanas y el arco de
medio punto que poseía su única puerta. La destruida torrecita del campanario
se encontraba en la parte posterior de la pequeña ermita, hacia el lado
derecho. La vieja campana reposaba al lado de las desgastadas piedras que
habían caído al suelo años y años atrás, como si nadie se hubiese atrevido a
moverla de donde el azar la decidió colocar. Lo único que llamaba la atención
de aquel lugar eran la cruz que
sobresalía del techo y dos gárgolas colocadas delante de la puerta, justo a
unos tres metros de ella. La extraña cruz de metal que sobresalía por el techo,
justo en medio de la construcción, como si apuntase hacia el cielo. Se decía
que aquella cruz llegaba hasta el mismo suelo de la ermita, pero nadie podía
asegurarlo; ninguno de los habitantes de aquel lugar había querido entrar allí.
Las gárgolas representaban a dos extraños animales, ambos iguales y con la
misma expresión de temor en sus extraños rostros, pero con gestos diferentes.
Una de las gárgolas se llevaba las dos manos hacia la cabeza, tapándose ambos
oídos, mostrando aquella escalofriante mueca de horror. La otra, quizás la que
resultaba algo más llamativa, tenía las manos, atadas por gruesas cuerdas
talladas en la tosca piedra, tapándole la boca, mostrando tan solo sus pétreos ojos
abiertos de par en par. Nadie había tratado de dar nunca un significado a aquellas
dos extrañas esculturas que guardaban la entrada del extraño edificio.
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